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2009-06-28

· Invasión de cucarachas

Nada de lo que me hayan enseñado en la escuela u hogar me podía haber preparado para lo que iba a vivir. Un momento que parecía ser otra noche de carcajadas juveniles que no dejan dormir a los vecinos, se convertiría en un segundo intento de genocidio, deseos de venganza, en un complot. Supongo que no somos muchos quienes vivimos para contarlo. En esta ocasión sobrevivimos tres de tres, y yo contaré este inusual suceso que definitivamente dejará marcadas nuestras vidas. [Lean bajo su propio riesgo. Blogger y yo no nos hacemos responsables por daños y/o traumas psico-cerebrales.]
La presente historia se suscitó en un lugar “que Dios jamás tocó” –así lo llama mi madre–, en una cuenca apenas creada y por más sobre poblada, y sin embargo su desarrollo es mínimo, sólo casas idénticas por todos lados. Cuando transitas por ahí, sientes aires de un laberinto de película psicodélica moderna. Antes de que se crearan casas, era un terreno semidesértico, y había animales de todo tipo. Algunos viven entre los actuales pobladores, y como es de esperarse, salen por temporadas. Cuando todo sucedió era temporada de cucarachas.
Salí de mi casa porque me gusta curármela con mis vecinos, siempre es una buena forma de usar el tiempo en el que no se hace nada. Un grupo de inocentes hablando a la luz de las lámparas del boulevard, porque las de nuestra privada no funcionan. Era pláticas entre personas que en ese momento no se interesan por nada más, y los temas saltan de uno a otro. Entre gritos, empujones, palabras modernas y demás, se llegó más de la media noche y algunos regresaron a su cueva. Afuera sólo quedamos tres, tres que desconocían lo que a continuación vivirían.
Sentados en la banqueta estábamos Acela y yo, Katia estaba recargada en la puerta de la 29. Recordábamos travesuras pasadas y veíamos un vaivén de cucarachas, cada vez un poco más. Eran grandes y oscuras; y comenzamos hablar de China y su gusto por comidas exóticas. Si me conocen, sabrán que tengo una apenas pequeña colección de pulseras en ambas muñecas. Mientras hablábamos sentí algo en mi mano izquierda. No le tomé mucha importancia: siempre son mis pulseras. Froté ese algo con mis dedos pulgar e índice para saber de qué pulsera se trataba, y ahí comenzó todo. Sentí unas pequeñas patas en mis dedos, deslizándose casi con violencia y una pizca de intento de liberación. Yo sabía que mis pulseras no hacían eso, así que agaché la mirada y sí, ¡era una cucaracha! Entre este hecho y la plática, no sabía si probarla, gritar o preguntarle al insecto qué demonios hacía ahí, así que sacudí mi mano intentando tirarle la cucaracha a Acela y grité, no como niña, sino como cuando alguien asusta a otro por la espaldad usando un grito muy macho, así, fuerte, grave, tanto que si mi pelo no cubriera mis orejas, hubiera quedado sordo. Acela reaccionó de forma tan graciosa que interrumpí mi grito por una carcajada. La morra hizo mil y un movimientos con sus brazos y manos, y de haber podido aventarle la cucaracha a la cara, esta hubiera caído justo en el interior de su boca, que gritaba como cuando una madre gana una vajilla nueva. Katia no dudó, ella soltó la risa desde el instante en que me vio “acariciar” la cucaracha, a la que ya había perdido de vista.
Fui a mi cueva riéndome y con una postura jorobada porque ya me dolía el estómago. Lavé mis manos y aún podía escuchar la risa burlona de Katia y los gritos de “ascos” de Acela. Cuando salí de nuevo, iba igual a como entré. Abrí la puerta y dije “¡mátenla!”. Acela no había perdido el tiempo, sus gritos de “ascos” eran porque ya la había asesinado. Yo no quería eso realmente, el insecto sólo me había tocado, o yo a él, no sé; pero no merecía morir de forma que, lo único que de él quedó, fue una mancha en el suelo. Nos reacomodamos: Katia todavía riéndose; Acela también pero con menos intensidad; yo pensaba en la muerta de aquel ser y pedía por su descanso. Acela tiene una característica notoria: se ríe de muchas formas distintas. Ahí hizo como diez risas diferentes. Yo creo que eso se debe a su exceso por masticar chicles. Para matar a la cucaracha sólo usó un método: pisotón.
Pensamos en los motivos por los que la cucaracha se había subido a mi mano. Siempre había cucarachas pero nunca se acercaban tanto. Yo les dije que quizá era por la contaminación lumínica, Acela dijo que por mi olor; ¡Katia seguía riéndose! –de ser menos humano, la habría detenido brutalmente–. No obstante, había una razón obvia para que la cucaracha se inmiscuyera en mi persona: mis bucles. Obviamente quería obtener el secreto de los bucles perfectos, para que personas como Acela tuvieran un estilo decente. La fluctuación de las cucarachas sólo era parte de su taimado plan, su fin era distraernos para que la cucaracha ya muerta consiguiera mi secreto. Pequeños insectos, seguro pertenecían a una secta de espías que había cortado la energía para que la lámpara de nuestra privada no encendiera. Estábamos tranquilos por haberles arruinado la misión; como sea, la historia nos dice que nada puede contra nuestra raza.
Seguimos platicando, recordando el hecho. Katia ya había parado de reírse, Acela no dejaba de ver a las cucarachas que salían y yo… pues yo tampoco. Todo me engañaba, si alguna extensión de mis pulseras tocaba mi mano, pensaba que era otra cucaracha; si mi pantalón rozaba mi pie, también; si un bucle golpeaba contra mi cuello, creía que era otro intento por hurtar mi receta para bucles. La incertidumbre se acrecentaba al observar que cada vez salían más cucarachas, por doquier. Algo planeaban. Lo que fuera, yo estaba dispuesto a entregar a Acela, que fue quien culminó con la vida del difunto insecto. Dos cucarachas aparecieron de entre las sombras de la baqueta, estaban espiándonos desde quien sabe cuánto tiempo. Acela y yo alzamos los pies por inercia y Katia se subió al borde de la puerta de la 29. Entonces Katia se percató de la presencia de una cucaracha a lado de Acela, lista para montarse a esta. La señaló y gritó. Nos movimos inmediatamente de ahí, Acela corrió con pavor, moviendo los brazos sin rumbo, pero uno dio justo en mi “vientre”; si los hombres tenían, en un futuro, la posibilidad de embarazarse, yo ya no, quedé estéril con aquel brazaso. En la banqueta apenas iluminada se veían más cucarachas, que se escondieron bajo las sombras de los carros, botes, árboles y lo que podían. Tenían la ventaja de la noche. Estábamos en medio de la calle privada y no sabíamos qué hacer.
Durante la elaboración de nuestro plan de supervivencia, Katia dijo: “debimos quemarlas cuado pudimos”. Entonces todo salió a la luz (no literalmente, pues no había). Días atrás, Katia, Acela y los demás habían efectuado un pequeño e inconcluso genocidio. Con un spray y un encendedor, estaban quemando cucarachas despiadada y placenteramente. En tanto contaba la historia, las cucarachas ya nos habían rodeado, estaban en la calle, en los postes, en los autos, en botes y puertas, en cables y ventanas, en el aire y por debajo de la tierra, lo sentía. Nosotros no teníamos muchas armas; bueno, contábamos con el hábil pie de Acela, que ya había comenzado a aplastar a unos cuantos insectos, y yo sólo pensaba que en un futuro no habría necesidad de contratar a la ineficaz fumigadora de siempre. Katia estaba dando vueltas como hippie iluminado desde que dije que debíamos mantenernos en movimiento para evitar que nos acorralaran. Pero mi plan era distinto.
Lo supe cuando miré a los ojos a la cucaracha que lideraba la emboscada. La cucaracha que se me acercó no quería robar el secreto de mis bucles –además, sólo es amor–; todo el clan me había estado vigilando y se dieron cuenta del respeto y sentido de valor que tengo hacia la vida. Ellas solamente acudieron a mí por ayuda. Sabían que mi respuesta sería un sí para ayudar a vengar a las cucarachas que murieron en aquellas llamaradas provocadas por los jóvenes que yo creí humanos. Yo les entregaría a cada uno de los vecinos que participaron, Acela y Katia serían las primeras; por eso dejé que nos acorralaran, yo les daría un golpe que las dejaría inconscientes y las cucarachas se encargarían de reprehenderlas. Desafortunadamente sucedió algo inesperado. El sedante que las cucarachas le habían puesto a Doña Acela (la madre de quienes serían las víctimas) no fue tan eficaz como esperaron, creo saber la razón: los miles de átomos de nicotina que están en su organismo obstruyeron el sedante. Doña Acela salió a buscar a sus hijas y las llamó. Las cucarachas se dispersaron rápidamente, las víctimas se metieron y yo me quedé afuera.
Minutos después las cucarachas salieron de nuevo. Me pusieron una pulsera que me permitiría hablar con ellas. Discutimos la situación y finalmente acordamos que dejaríamos a los morros, con la emboscada como una advertencia, y con la condición de que yo me encargaría de enmendar su camino.
Así me fui a dormir, pensando en lo maravilloso que fue haber conectado con un ser no humano. Me sentí vinculado con aquella cucaracha que toqué, fue espiritual e inimaginable. Ahora sé que quienes comen cucarachas quizá se sientan conectados cada vez que muerden una, y que yo me perdí de eso toda mi vida; hasta hoy. Y lo mejor es que yo no terminé con su vida, y en suma, interactué con todo una comunidad cucarachezca. Veamos que aventura traerá la siguiente temporada de insectos. : D



1 comentarios:

Alikhandr@ dijo...

vaya tu relato de hoy me produjo diversos sentimientos.

nervios y hasta cierto miedo por el hecho de pensar que tocara una cucaracha.

Pero de donde viene ese miedo realmente representan un peligro para nosotros, tenemos el derecho de acabar con su vida con un simple pisoton sin detenernos a pensar que igual son seres vivientes???

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Edgar Hernández. Tecnología de Blogger.