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2010-01-08

· Chak-mall


Cada fin de semana se pone la máscara que compró camino al trabajo, un restaurante de comida mexicana ubicado en el sitio turístico de la ciudad. Es un local muy bien parecido y coloquial. Mesas, paredes, objetos, ornamentos y personal están impregnados de la colorida imagen mexicana. Sobre todo los domingos, el lugar se llena de paisanos y turistas que vienen a comer y cotorrear mientras el mariachi suena al fondo de las voces.
Restaurantes como estos hay pocos. La comida es de lo más rica –según gente asidua y otros a quienes les contaron–. Pero los más veteranos sabrán de otra razón para asistir: el Chak-mall. Es el de la barra. Aunque es excelente cocinando, limpiando y siendo mesero, pasa la mayor parte del tiempo en la barra debido a su carisma amarra-clientes. Se la pasa hablándoles y escuchándolos. Tiene la función del clásico confidente. Así conoce a un montón de gente, y sabe más de ellos que de sus cercanos.
A veces los siente como parte de su vida. Se despersonaliza. Cuando le viene nada a la mente, piensa en esas personas como si se pensara a sí mismo. Usa una máscara extravagante porque le es más fácil así. Con ella puede seguir hablando con sus clientes, sus amigos, los amigos de la máscara. Siente que ellos no le hablan a él, que hablan con sí solos. Y así se mantiene al margen: sólo es el Chak-mall cuando usa la máscara, luego es Josefino Espinoza, aunque muy pocos conozcan su nombre.
Hoy, domingo, trabajaba como de costumbre. El Tricolor, como se llama el restaurante en el que atiende, estaba tan lleno como las calles. Y él atendía y atendía hasta que le llegó la China. Tenía mucho sin venir porque la chota la agarró por estar tirada en la banqueta y la tuvieron cuatro días en la Estancia. Luego la dejaron ir, y después de conseguir dinero en la calle vino con el Chak-mall para contárselo mientras se pasaba unas copas. Eventualmente, el alcohol surgió efecto y regresó de nuevo a su pasado, como si venir a tomar y recordarlo le hiciera sentir que todo va bien, luego mal y luego nada, sin mañana. Recuerda románticamente los sueños de ella y su esposo de conseguir la cómoda vida americana. Tenían todo planeado, todo pagado. Al cruzar el río, pierde a su esposo e hijo de seis años. Fácil. Como si a eso hubiera ido. Luego la agarró la migra. Sin papeles y nada, quedó indigente en estas calles. El mundo se le vació, y sólo puede llenarlo trayendo una y otra vez esas memorias, en compañía de las chelas y Chak-mall.
Cuando termina de contar su eso, se pone a cantar con esos ojos soñadores de antaño. Luego, como de golpe, como si nunca hubiera estado aquí, sigue de paso.
Y cuando el Chak-mall trata de divisarla en las afueras del Tricolor, sólo encuentra a su siguiente cliente, el Moi, despidiéndose de una moza que no es su esposa, esta última mencionada, de quien viene a divagar. Llega hasta la barra, se sienta y lo saluda fraternalmente como si se acordara del rostro detrás de la máscara. Y pide lo de siempre. Como si se lo hubieran preguntado, súbitamente empieza a hablar de la Lidia, su esposa no moza, en un guión que pareciera de más ensayado. Que Lidia y los gastos; que Lidia y el niño; y el hogar; y los horarios; y Lidia ta ta. Que cuando ella vino del este y la conoció, les fue muy fácil andar y luego casarse; y antes de eso claro, les fue más fácil tener a su hijo. Ahora, sólo escupe lo poco que conoce de ella, de sus necesidades y prospectos. Le molesta llegar a su casa y escucharlo saliendo de la boca de su esposa. “Toda la semana muero porque sea domingo –dice en medio de las voces resonantes del restaurante y el mariachi– pa’ ver a mi comadre Yesi (como llama a su moza no esposa) y tomar en esta barra”.
Naturalmente, Chak-mall sabe qué clase de escape le ofrece la Yesi y qué clase de refugio le ofrece él. Y al final, cuando está muy pedo, por cortesía, el Chak-mall le sirve al Moi el vaso de cerveza más grande. Al chupárselo, justo con el enfático sonido que provoca golpear en vaso en la barra, empieza a pronunciar las promesas que no le dice a su esposa no moza. Y sigue hablando mientras se retira. Aunque el favorito de la máscara sabe que una vez sobrio, el Moi habrá olvidado lo que dijo, y que todo será historia de repetirse el otro domingo.
Cuando deja de verlo y vuelve la vista al restaurante, el Lic. ya viene para con él. Había estado esperando en la mesa de la esquina a que el Moi se fuera. De vista, el Lic. es reconocido porque es el único trajeado que no viene con sus compas del trabajo a despilfarrar su quincena en los locales y antros de la zona. Viene siempre solo, para escuchar al Chak-mall.
Porque hasta eso que no viene a desahogarse como muchos otros. Tiene sus problemas de seguro, como todos. Pero lo único que le ondea es que la vida no le llena, ni su dinero, ni sus viajes, ni sus amigos también trajeados, nada. Quizá por eso le fascina escuchar al Chak-mall, que le habla de la gente de estos lares. Dice que le hace bien saber de la gente en lugar de pensar en el sin sentido de su vida. Y lo escucha por un largo rato, como tres o cuatro horas siempre, y aunque no toma ni consume algo ahí, deja siempre uno de doscientos, dice que va al baño y ya no regresa sino hasta otro día.
El Chak-mall cree que lavarse la cara en los baños extraños del Tricolor es lo único que hace que el Lic. se sienta parte de esta gente.
Al salir del sanitario con la cara aún húmeda, el Chal-mall le ve dejar el local y perderse en el paisaje de afuera, en el vaivén de personas, en ese congestionamiento de gente que al menos en esta calle converge, y que en rincones como la barra del Chak-mall, desnudan su cuerpo, fragmento de todo un vestido de la oscura rutina quebrantada por el pueblo cada domingo. Y sólo cuando él pasa por todo eso y ve de nuevo al vendedor de máscaras y ve la suya colgada junto a las otras, recuerda que debe quitársela.

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Texto a partir de nueve fotografías urbanas.


1 comentarios:

Camaleona dijo...

Me encanta la foto... mezcla de terror y esperanza... como las historias del tricolor...

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Edgar Hernández. Tecnología de Blogger.